Enero y mira el cielo, yaciendo entre bosta de vaca, Marcos Pizarro Costa Paz; agoniza por un escopetazo y pronto morirá camino al hospital.
El joven estanciero, descendiente de Julio Argentino Roca, alquilaba alrededor de setecientas hectáreas en Juan E. Barra (partido de Adolfo Gonzales Chaves) donde tenía unas quinientas cabezas de ganado. También contaba con un peón, Alberto Bonifacio Martínez, al cual le adeudaba varios meses de sueldo y aguinaldo, y obligaba a trabajar de sol a sol y a vivir en condiciones infrahumanas. El maltrato que le profesaba ya había despertado la indignación de varios testigos ocasionales que veían cómo el terrateniente humillaba de la peor manera al empleado, que al momento de los hechos tenía 72 años.
Nuestra identidad nacional fue construida, entre otras cosas, por la relación entre patrón y obrero, o dueño de la tierra y peón, y sobre cómo los pobres se manifiestan frente a la opresión de los ricos. Una vez afianzados los límites que fijó la campaña al desierto, los terratenientes se dedicaron a explotar a cuanta persona le quedara a mano para tener sus campos y ganados bien cuidados. Para ello se sirvieron de la coacción instrumentada con el Estado como aliado, vía judicial o policial. O ambas.
Martín Fierro y Juan Moreira dan cuenta de todo esto en la literatura y el cine, pero también un sinfín de hechos reales perdidos en el anonimato y escuchados casi por casualidad, hacen que no se corte ese argumento narrativo de nuestra historia, que sigue recreando los mismos sistemas de relaciones entre los dueños de todas las cosas y los desposeídos de la patria y del Estado como sostén y brazo armado de empresarios y terratenientes inescrupulosos que se sirvieron de la sangre obrera para agrandar su arcas.
Masacres, asesinatos y cruentas represiones a obreros no hubiesen sido posible sin la promiscua relación de los empresarios con los distintos resortes judiciales y políticos. Solo la intervención del peronismo ha revertido, por momentos, las condiciones nefastas del trabajo rural, pero de todos modos es el sector con mayor nivel de trabajo no registrado y son repetidas las noticias que dan cuenta de operativos para liberar trabajadores explotados en cualquier punto del país.
Ese 23 de enero de 2013, el sol no daba respiro, el trabajo, desde el amanecer, había sido muy intenso y todavía quedaba bastante por hacer en la manga para terminar de cargar los cinco camiones que había llevado Costa Paz. Tenía que dejar el campo que arrendaba y debía llevarse su hacienda. Una vez más, el patrón maltrató a Martínez, una vez más le faltó el respeto, esta vez frente a transportistas y veterinarios. Fue la última.
—El único que me ha gritado ha sido mi padre y murió hace 50 años. Yo soy una persona mayor y a mí no me grita nadie. Le voy a pegar un tiro -dijo el peón, quien se dirigió hasta la tapera que habitaba, tomó la escopeta y volvió a la manga para ultimar al terrateniente.
Un tiro en la garganta lo dejó mal herido. Murió desangrado camino a la salita del pueblo más cercano. Alberto Bonifacio Martínez esperó la partida en el rancho y, a su llegada, se entregó sin resistencia. Al año siguiente fue condenado a once años de prisión efectiva, sin habérsele otorgado el beneficio de la prisión domiciliaria, al menos hasta dónde la crónica policial se ocupó de él.
Agustín Sosa (1985) nació en Cañuelas. Luego de egresar del secundario comenzó a estudiar locución en ISER, desde aquellos años ya no vive en su ciudad. Hasta el año 2015 tuvo un programa en Radio Provincia, donde pudo hablar de los pueblos de la provincia. Habita el mundo de la comunicación popular, los medios cooperativos y las expresiones culturales contra hegemónicas, desde la cooperativa Mate Amargo y el colectivo Oveja Negra dio esa lucha. Esta es una de las primeras historias que escribe, movilizado por la poca difusión que le dieron a la noticia los medios locales y provinciales.
Imagen: Pintura de Alberto Pinciroli.