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Diecisiete millones de gauchos

Y LA MIRADA DE LA CIUDAD

Agustín Sosa.

Existe en todo aquello que no son los grandes centros urbanos, más precisamente lo que no es la Ciudad de Buenos Aires y su conurbano, distintas formas de habitar el medio urbano y rural, la relación con el trabajo es lo que, en la mayoría de los casos, determina donde se vive, si en el campo o en la ciudad.

Es frecuente que quienes viven en la Ciudad de Buenos Aires y son criados y educados en el etnocentrismo citadino no encuentren matices, todo aquel que vive algo más lejos que el Aeropuerto de Ezeiza o el Puerto de Frutos de Tigre vive en el campo.

Colabora con el sesgo citadino esa moda, hecha costumbre hace ya unos años, de visitar parrillas orilleras y pueblos en ruinas para saciar su apetito carnívoro dominguero; una forma invasiva de vincularse con el ámbito semi rural cuyo rédito se mide en rindes económicos para unos y dosis de tes digestivos para otros.

Algunos otros, de espíritu más aventurero y con algo de consideración por el estado de su salud, pedalean por caminos polvorientos en busca de tesoros escondidos, estancias deshabitadas o pulperías olvidadas donde aún estén batiéndose a duelo payadoril Martín Fierro y el moreno.

Cierto es que en los pueblos y ciudades de la provincia de Buenos Aires la relación entre lo urbano y lo rural es dinámica, suceden un sinfín de situaciones entre cotidianas y excepcionales que nutren el vínculo entre un ámbito y otro.

Lo diario, lo de todos los días, aquel que vive en el pueblo y va al campo por trabajo: un veterinario que tiene que vacunar unos animales; el que tiene un reparto y provee algún almacén de un paraje o escuelas rurales; peones que se han mudado al pueblo y van y viene; el gomero, que sale como un tiro cuando hay que cambiar una cubierta que se rindió ante las porfiadas huellas; incluso los dueños de los campos, claro, que si no andan por el pueblo pagando cuentas y comprando cosas están en el campo laburando.

Todos nutren de charlas los campos de la provincia, si el puestero o el encargado se acordó a tiempo, alguno de los que va desde el pueblo pasa a buscar el motor de una bomba que dejó para que le hagan el bobinado, promesas de asado y saludos para la familia. Capaz que nos vemos en la peña de la Sociedad de Fomento que se hace el mes que viene.

En el pueblo no cuesta saber quien anda en el campo, la chata embarrada en la puerta, casi seguro es dueño o veterinario, máxime si vive en el centro; en alguna casa de los bordes se puede encontrar alguna máquina agrícola, un recado en el porche, una F100 medio overa, y un garaje en el fondo donde cuelgan riendas, cabezadas y una caña con chorizos secos.

En el campo vive cada vez menos gente, ya sea porque se requiere menos mano de obra o porque se opta por vivir en la ciudad, los pobladores rurales no abundan. Sus hábitos de vinculación con el medio urbano son diversos, pero también característicos, propios, en ocasiones ritualistas.

Para ir al pueblo conviene juntar algunas razones, para aprovechar el viaje. Comprar mercadería, pasar por el boliche a tomar un vermú, a la vuelta saludar a un pariente y acordar algún encuentro familiar o qué se va a hacer para las fiestas.

Si es de fin de semana la ida al pueblo, va la familia entera, pasear por la plaza del centro e ir a comer una pizza; ver algún espectáculo que organiza la municipalidad, feria de artesanos, charlar un rato. Siempre de punta en blanco y bien peinados, la alpargata blanca de suela negra, reluciente.

En los pueblos y ciudades de la provincia de Buenos Aires (y sospecho de todo el país) existen muchas formas en la que sus habitantes se relacionan con el medio rural y urbano, y mucha otras donde habitantes de cascos urbanos no se vinculan con lo rural o viceversa, pero ninguna de esas posibles relaciones y vínculos coincide con la mirada de los citadinos etnocentristas.

FOTOGRAFÍAS: Lucho Valenzuela.

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