Historia pensada Música

La música de hoy no está, físicamente, en ningún lado

CASSETTES

Fernando Abdo.

La música de hoy no está, físicamente, en ningún lado.

A ver, quizá esto no sea del todo cierto. Seguramente en algún lugar de la nube, o en servidores remotos de países desconocidos existen archivos de formatos extraños que son los que leen las plataformas digitales donde hoy se reproduce la música.

Pero esa música para nosotros no existe más que como signo musical puro: sonidos y silencios. No tiene otra materialidad, carece de un soporte físico, no necesita de un objeto que la contenga.

Y quizá sea mejor así. Corresponda que sea. Esos primeros neardentales que descubrieron el ritmo golpeando huesos de cliptodontes y lo acompañaron de sonidos guturales parecidos a los del sexo (la música y el sexo están emparentadas desde sus orígenes) no necesitaban de un contenedor físico para la música.

Sin embargo (quizá sin otro sustento filosófico que el axioma de cafetín “todo tiempo pasado fue mejor”) se me ocurre pensar que en esa liberación de su atadura física, en ese escape del envase contenedor, la música perdió algo. O mucho.

Mi generación ha sido una de las más golpeadas de la historia argentina reciente. Nacimos en dictadura, crecimos en hiperinflación, adolescimos en el “uno a uno” cuando el culto al individualismo era la regla (justo cuando más necesitábamos de los vínculos) y nos hicimos adultos de golpe cuando todo finalmente explotó.

Y durante todo este tiempo, la música estuvo ahí, como una gran amiga. La música y sus soportes materiales, que fueron símbolos de una época, “nuestra” época. El paso de la infancia, a nuestra adolescencia y juventud es la evolución de los soportes musicales: el disco, el casette y finalmente el CD, antes que el MP3 destruyera al mundo tal como lo conocimos.

El daño que la “playlist” le hizo a la sociedad es algo que los cientistas sociales estudiarán por siglos.

Los nativos digitales pueden escuchar una canción de Cerati, seguida de una de Wos, y luego otra de Los Palmeras, la Delio Valdéz, INXS, Nirvana y Raly Barrionuevo sin que su cerebro colapse, sin que sus sentidos se atrofien, sin que nadie les diagnostique esquizofrenia.

Una suerte de eclecticismo estético quizá defina de forma correcta esa atrocidad multiforme cuyo daño cerebral aún no ha sido determinado.

¿Cómo explicarle a un adolescente de hoy que para mí necesariamente cuando termina “Necesito” tiene que comenzar “Cuando ya me empiece a quedar solo” o si no el mundo se cae a pedazos?

¿Cómo se hace para que entiendan que siempre va a ser hermoso escuchar esa melodía suave de “Pétalo de Sal”, pero que es infinitamente mejor si se viene de los acordes rotos de “Tráfico por Katmandú”?

Son sonidos en continuado, están incorporados uno-detrás-del-otro como una regla, como algo que debe ser vivido de esa forma, y no de otra.

Esa relación de contigüidad únicamente (o quizá no únicamente, pero mejor que nadie) la logra el casette.

El tocadiscos permitía cierta manipulación de la púa para elegir el surco que uno quisiera escuchar. Los reproductores de CD ya venían con botoneras para hacerlo, e incluso control remoto. Pero el cassette proponía la experiencia única de escuchar los temas en el orden que el artista había elegido. Y es orden jamás fue un capricho, ni una casualidad.

La “obra” musical incluía no sólo la música propiamente dicha, sino el arte de tapa (para esto, los discos eran lo mejor), los inserts o libritos que traían los casettes y CD´s on algún desarrollo gráfico o incluso las letras de las canciones, y finalmente el orden de los temas, en la inapelable secuencia que el autor eligió para mejorar la experiencia.

“Dynamo” sea quizá el disco (ya en versión CD) que más escuché en mi vida. Antes de que me lo robaran de la guantera del auto había estado secuestrado por amor o venganza, y pasado por todos los departamentos por los que pululé en tiempos de estudiante. La cuestión es que ese disco metálico rayado por donde se lo mire, jamás pero jamás fue puesto en modo random. Secuencia Inicial, En Remolinos y Toma la Ruta son para mi una tríada indivisible. Aún hoy no podría escuchar esos temas por separado.

El cassette claro, permitía una playlist, pero siempre dentro una coherencia dada por el autor. En nuestra época la composición de una playlist era un privilegio sólo reservado a los musicalizadores de radio o a los deejays, una casta a la que muchos aspirábamos pero pocos podían pertenecer.

Creábamos nuestras propias listas que entonces llamábamos “compilados”, grabando en cassettes TDK temas de diferentes grupos o solistas, unidos por algún tipo de hilo conductor o concepto sinérgico según el cual el efecto del todo es superior a la suma de los efectos individuales de las partes.

En castellano: si uno está bajón, “Tears in Heaven”, de Clapton le pega feo. Pero si además escuchó antes “Nothing compares to you”, de Sinead O´Connor pega peor. Y si después siguen “November rain”, y “Wish you were here”, la cosa se pone fea. Agregar “Creep” de Radiohead puede estar penado por la ley.

Eso era un compilado, y no Los Tipitos después de Gal Costa después de Trueno después de Tini Stuesel después de Los Huayras después del Indio después de L´Gante.

Para grabar mayormente usábamos los TDK. Si había un peso más la variante de Cromo le aportaba fidelidad. Y un Maxell metal era otro nivel. El Don Perignon de los cassettes. Pero también existía una opción más vil, artera y repudiable: el reciclado de las cintas de nuestros padres.

Los adultos de entonces creían que había cassettes que podían grabarse, y otros que no.

Falso.

Los adolescentes descubrimos bastante rápido (y eso que no existía Internet) que los cassettes tenían un sistema efectivo pero muy falible para evitar su regrabación. Bastaba con tapar con cinta o papel los orificios superiores a ambos lados, para hacer que un cassette de Sandro se volviera tan vulnerable que “Rosa Rosa” podía desaparecer en tres minutos dejando lugar al último de Los Enanitos. Y además, como la mayoría de los cassettes paternos tenían los temas impresos sobre el plástico claro, un poco de acetona (quitaesmaltes) borraba toda huella. La hijaputez y la crisis no tenían límites.

Paréntesis. Mamá: si estás leyendo esto y no sabías, yo soy responsable por la desapareción de Nino Bravo, Juan Ramón y Valeria Lynch, entre otros.

Existían dos variantes para grabar. La más común era copiar en el “doble cassettera”, ese sistema que traían algunos equipos y que permitía duplicar sin ruido externo una cinta. Se podía copiar entera (para ello algunos traían la variante de alta velocidad, que no era tampoco muy alta pero reducía a la mitad o menos el tiempo de copiado) o se armaba el compilado utilizando el botón de pausa y cambiando de cassette.

Pero había otra posibilidad, la de “grabar de la radio”. Los púberes de la era digital desconocen la técnica para grabar los últimos hits de la radio, a saber: se dejaba todo el día el TDK puesto con las teclas PLAY y REC apretadas, y al mismo tiempo la PAUSA, con la estación de radio predilecta sintonizada. Así, cuando uno escuchaba que pasaban el tema que quería tener grabado, generaba un pique corto desde el lugar de la casa en que estuviera para soltar la pausa y grabarlo. En esta operación casi siempre se perdían algunos segundos, pero no importaba, con tal de poder grabar y escuchar cuantas veces uno quisiera a Phil Collins deseando que lloviese antes incluso de que el disco saliera a la venta, o que algún amigo piola nos lo prestara para grabar con mayor profesionalismo.

La contrapartida de esta operación es que indefectiblemente los temas estaban “pisados” con la marca de la emisora. Una voz en off que hacía que mientras apretujábamos la almohada llorando con la balada de Phill, sobre las trompetas de la banda sonora aparezca una voz grave recordando que habíamos robado el tema de ASPEN CIENTO DOS PUNTO TRES.

Pero volviendo a la esencia del cassette como soporte de un álbum, el walkman siempre fue el elemento que lo complementó a la perfección. Con el walkman uno se entregaba por completo al artista y su obra. La abstracción hecha música.

Imposible saber cuantas veces escuché el álbum negro de GIT, mi primer cassette. Una y otra vez, de un lado y otro, desde “Siempre fuiste mi amor” hasta “Soy donde voy”. En el walkam hasta que las pilas decían basta, y en el centro musical del living hasta que Anita estallaba de furia, puteaba contra la batería metálica de Willy Iturri y me daba plata para ir al kiosco de Marta a comprar dos Eveready más.

Así era la música entonces. Una experiencia que se vivía en continuado. Cuando salía un disco nuevo, a veces lo escuchábamos en grupo, completo, en silencio. Luego debatíamos y lo volvíamos a escuchar. Patente recuerdo haber repetido esa ceremonia en la casa de Nacho del barrio Las Costas cuando salió Canción Animal, y tiempo después en la casa de Nacho de Basavilbaso cuando salió Dynamo.

Dynamo forma parte de la tríada de los mejores discos que yo haya escuchado. Sin embargo, esa primera vez no nos gustó. Nacho, Hernán y yo nos miramos sin entender cómo después de la guitarra furiosa de “Primavera Cero” aparecía la voz de Cerati dulce, disruptiva, casi afeminada. Sin embargo, a la cuarta o quinta vez que Lilian pasó cerca nuestro y preguntó “¿otra vez lo mismo?”, ya nos había fascinado. La obra conceptual, el disco y no sólo el tema, el todo y no la parte.

Yo no soy el experto que pueda decir qué perdieron los nativos digitales en el desconocimiento de esa experiencia. Pero creo que el concepto de la playlist quizá no se circunscriba al mundo de la música solamente.

Acaso este mundo líquido que no da segundas oportunidades, hace que se viva de un modo tan urgente que de todo se hace ahora una playlist. De trabajos, de libros, de garches, chongos y amores fugaces.

Acaso quizá alguien decidió que en el vértigo de esta sociedad de consumo reload, no hay tiempo para clásicos. Los temas, las canciones, duran un verano. Los trabajos una temporada. Los amores, una noche.

Si algo no gusta a la primera, no sirve. Si el botón de muestra no convence, descartado. La vida no da tiempo para el compromiso de descubrir guiños ocultos. Esta generación, se me ocurre, no le hubiera permitido un segundo disco a Serú Girán.

Pero como dije, no creo que todo tiempo pasado haya sido mejor. De hecho, parecen ser ahora más felices de lo que éramos nosotros. Y acaso si, como dice Sabina, el corazón protesta, un dislike y a buscar en la nube el próximo hit del verano.

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