Artes visuales Narrativa

Propiedad privada

Propiedad Privada

Miguel Montes.

Cuentan que Aukan nunca tuvo un interés particular por algo. Que nació en El Alto de la ciudad de San Carlos de Bariloche, y allí vivía. Que el lugar en donde vivía no se parecía en nada a esa otra ciudad como salida de una pintura naif de los Alpes suizos, con sus casas de piedra y madera estilo alpino, enmarcadas entre lagos y montañas, con sus bosques frondosos y sus amplios jardines floridos. Que Aukan vivía con su mamá y su hermana en El Alto, que así llamaban los pobladores a esa zona periférica. Que lejos de la pintura naif, en El Alto se dibujaba otro paisaje, o que más bien se desdibujaba en una masa amorfa de ranchos y calles fangosas sobre la ladera de un cerro mal desforestado. Que parecía que los ranchos caían azarosamente ignorando cuadrículas, enloqueciendo a la brújula y apuntando en todas direcciones sin apuntar deliberadamente a ninguna. Que El Alto era ese pliegue en donde se notaba la costura, ese territorio marginal en donde se juntaba la mugre sin ser vista siquiera por los pobladores y menos por los alegres turistas que paseaban por esa otra aséptica ciudad. Que desde muy chicos, y sin importar el clima, Aukan y su hermanita bajaban desde El Alto hacia esa otra ciudad. Que a la salida del Colegio Municipal, la hermanita encaraba sola la interminable subida de regreso a casa. Que Aukan permanecía ahí el resto de la tarde rebuscándoselas como podía, a veces limpiando vidrieras, a veces ofreciéndose como guía turístico a voluntad, otras veces haciendo malabares en los semáforos. Que siempre estaba alerta, cuidándose de que no lo corrieran los milicos, que con los milicos siempre la cosa terminaba muy mal. Que fue en uno de esos rebusques por esa otra ciudad, unos cuatro años atrás mientras paseaba a una pareja de brasileros por la Catedral, cuando vio a un gringo de unos veinte años encarar subido a una patineta la pendiente que bajaba hacia el lago. Que vio cuando el gringo, en plena bajada, saltaba como pegado a la patineta, que la panza de la patineta se deslizaba por encima de la baranda de la escalera en bajada con el gringo haciendo equilibrio ahí arriba, y de vuelta a la pendiente y de nuevo la panza de la patineta atravesando el filo del respaldo de un banco de la plaza, y otra vez la pendiente que terminaba en la calle, y el gringo encarando esa calle que baja bordeando el Nahuel Huapi como si nada, que se iba alejando serpenteando autos, bicis y peatones, a los santos pedos con la elegancia de un gato. Que Aukan tuvo la sensación de que las extremidades del gringo en vez de terminar en los dedos de los pies, terminaban en las rueditas de esa patineta. Que después de ver aquello sintió por primera vez en la vida que se le despertaba un enloquecido interés por algo.
Que al día siguiente en el colegio le contó a Quillen, su mejor amigo, el espectáculo que había dado el gringo subido a una patineta el día anterior en la plaza de la Catedral. Que esa tarde Aukan, Quillen y dos amigos más permanecieron hasta que empezó a oscurecer sentados en un barranco a orillas del lago mirando videos de skaters en YouTube. Que ese verano Quillen se iba a laburar en una cosecha de frutillas por el lago Puelo, que allí también fueron Aukan, Lautaro y Nehuen, inseparables los cuatro, siempre moviéndose en bloque. Que cuando regresaron a la escuela ya eran chicos de secundario, que al igual que sus compañeros tuvieron que pasar algún que otro ritual de iniciación, siempre el mismo juego: un grupo de chabones más grandes bardeando a los recién ingresados. Que con ellos no se zarparon tanto, que a pesar de ser más chicos eran cuatro y eran todos bravos. Que esa primera tarde, con lo que habían ahorrado en la cosecha, los cuatro se fueron para la galería de la peatonal Mitre, al único negocio de skaters que había en esa otra ciudad. Que el dueño del local los asesoró sobre cuál era el mejor skate para principiantes como ellos. Que se ve que le cayeron bien, o que le trasmitieron ese entusiasmo que se les escapaba por todo el cuerpo subiéndose por primera vez a sus tablas, porque antes de que se fueran les pasó el dato de un playón al lado de la estación de trenes, en donde él se juntaba con sus amigos todas las tardes a practicar en una improvisada pista. Que les pidió por favor que no compartieran esa información con nadie. Que así fue como todas las tardes los cuatro, en vez de regresar a El Alto, se iban para el playón pegado a la estación de trenes. Que parecía que nadie le daba mucha importancia al cartel rojo con letras blancas que decía PROPIEDAD PRIVADA al momento de saltar el alambrado. Que los selectos miembros de aquel club clandestino no solo los integraron, también les enseñaron todo lo que sabían. Que quizás los veteranos del grupo se veían en espejo, muchos años atrás, en esos cuatro cachorros respetuosos y entusiastas. Que a ellos también en su momento algunos cofrades más expertos se los habían puesto debajo del ala cuando lo único que tenían al comienzo era una tabla de skate y un hambre insaciable de querer aprenderlo todo. Que los cuatro de a poco fueron entrando en confianza con sus skates a fuerza de porrazos, que le fueron perdiendo el miedo a los golpes después de incontables caídas. Que comenzaron a darse cuenta de que pertenecer a ese grupo era mucho más que aprender una técnica. Que por primera vez ellos, villeros de El Alto, descendientes de mapuches, acostumbrados al estigma, encontraban un lugar en donde desengancharse del lastre y donde ser sin el prejuicio de ser. Que ese playón se convirtió en su lugar en el mundo. Que en su temprana adolescencia, ese sentido de pertenencia fue un salvavidas, en ese incierto y oscuro océano que fue llenándose a lo largo de siglos de indiferencia y desprecio. Que, como buenos adolecentes, inevitablemente empezaron a mimetizarse con el entorno, que usaban jeans calzados muy por debajo de la cintura, remeras dos talles más grandes con la insignia de alguna de las bandas skaters que escuchaban a diario y la gorra con la visera apuntando hacia atrás. Que esa era la tribu que habían elegido y, como en toda tribu, tenían sus reglas y cierta filosofía de vida a la que ellos demostrarían la mayor de las fidelidades. A esa edad en la que todo es presente, a esa edad en donde uno se cree inmortal. Que ya habían dejado atrás la etapa del descubrimiento y entrenamiento en la soledad del playón, que ahora los caciques de aquella tribu les mostraban cómo apropiarse de espacios públicos y privados cuando salían en rondas de skates por parques y veredas, por estacionamientos de hipermercados y polideportivos. Que cuando algún ciudadano indignado o personal de seguridad los trataba de echar de aquellos espacios, a veces ejerciendo una violencia desmesurada, ellos enseguida se agrupaban, y allí pacíficos resistían estoicos la embestida. Que sabiendo de memoria los argumentos de esos ciudadanos tan sensibles a cualquier alteración de la ley y el orden, comenzaban su lento e implacable trabajo de desgaste en ese o esos que no conseguirían echarlos sin antes escuchar sus razones, sin antes devolverles en la cara desfachatadas carcajadas por algún acto de efusivo autoritarismo provocado por la impaciencia de ver cómo ese grupo no retrocedía un solo paso a pesar de las amenazas de llamar a la policía y otros argumentos escarmentantes. Que cuanto más tensa se tornaba la escena, más descontracturados parecían ellos. Que aquellas situaciones caóticas, impredecibles, llenaban de adrenalina a esos cuatro iniciados, que les daban un irreverente empoderamiento a esa edad en la que todo es rebeldía. Que con el correr de los años los antiguos referentes de su temprana adolescencia fueron dejando el skate por el noviazgo, la facultad, los hijos, el negocio o algún otro tipo de compromiso. Que a los dieciséis años ellos no entendían lo ridículo de aquellas decisiones y continuaron con su filosofía skater los cuatro por las suyas. Que de boca en boca fueron llegando las historias de destrezas y desacatos al orden establecido de esos cuatro jovencitos inseparables, anécdotas que se iban condimentando dependiendo de quien las contara. Que ahora eran ellos los que le daban consejos a un pendejito inexperto que los miraba con cara de embobado mientras les mostraban algunas piruetas. Que así fueron adquiriendo cierta popularidad y respeto en El Alto y se fueron ganando más de un enemigo en esa otra ciudad. Que Dieter Photthoff fue uno de esos enemigos. Un argentino descendiente de los primeros colonos alemanes que llegaron a Bariloche, que todos lo conocían como el Señor Fotof. Que ese alemanote corpulento de unos sesenta y cinco años, de barba bien cuidada entre dorada y canosa, de ojos azules penetrantes como los de un perro siberiano, era uno de esos tipos muy respetados dentro de la comunidad de San Carlos de Bariloche. Que traía ese respeto que se heredaba de generación en generación, ese respeto de apellido acomodado, ese respeto de haber sido nieto de patrón, hijo de patrón y ahora el patrón. Que había sabido diversificar su fortuna, y además de ser el patrón de su imponente estancia a orillas del lago Mascardi también era accionista en algunos emprendimientos y propietario de varias empresas. Que se había enterado de los cuatro vándalos cuando en el feriado de la semana anterior, esos villeritos insolentes habían entrado en el playón de carga y descarga de camiones de su empresa de logística en las afueras de Bariloche, y habían utilizado las rampas y las dársenas para hacer de las suyas con sus endemoniadas patinetas. Que las cámaras de seguridad tenían toda la secuencia registrada, desde que saltaron impunemente el alambrado en adelante, sin el menor respeto por la propiedad privada. Que el Señor Fotof era de la idea pragmática de acabar con la maleza ni bien se la detecta, y que no dejaría pasar mucho hasta dar con aquellos cuatro inadaptados.

Cuentan que un domingo de marzo bien temprano los cuatro amigos se encontraban andando en skate y probando sus destrezas en el Centro Cívico, a esa hora desierto, de esa otra ciudad. Que Quillen iba adelante marcando el circuito y que los demás lo seguían, saltando los escalones del monumento a Roca, esquivando canteros, serpenteando las columnas de alguna de las galerías que rodeaban la plaza y usando los apoyamanos de las escaleras como tobogán. Que oyeron una violenta frenada cerca de ellos, que supieron de inmediato que esa frenada representaba la calma chicha antes de la tormenta. Que, sin siquiera levantar la vista, los cuatro tomaron sus skates y fueron a sentarse en las escalinatas del monumento a Roca en el centro de la plaza. Que ahora sí observaron aquella reluciente camioneta blanca 4×4 doble cabina, con su insignia cromada y brillante sobresaliendo de la parrilla. Que un tipo corpulento bajó de la camioneta pegando un portazo, y con el cuerpo levemente inclinado hacia adelante caminó decidido dando grandes trancos hacia ellos. Que Aukan, poniéndose de pie, les dijo a sus amigos:
—Uh… Es el viejo forro de Fotof.
—El viejo Fotoforro… —susurró Lautaro.
Que las carcajadas de los cuatro se cortaron en seco cuando el Señor Fotof, sin mediar palabra, le pegó un empujón a Aukan y gritó:
—¡A ver si esto te da gracia, pendejo! ¡Se me van ya mismo de acá! ¡Ya mismo!
Que Aukan, acostumbrado al skate, dio tres o cuatro pasos hacia atrás aguantando la embestida sin llegar a caerse. Que cuando recuperó el equilibrio se le fue al humo al viejo, que se le plantó tan de cerca que sus narices podían rozarse, y le dijo apretando los dientes:
—¿Qué hacés, viejo atrevido? Me volvés a poner la mano encima y te lleno esa
jeta pálida de dedos.
Que el Señor Fotof, acostumbrado a mandar y a que le obedezcan en silencio y cabizbajos, sintió cómo se iba abriendo en su interior una grieta de deshonra que su orgullo de patrón apenas podía digerir.
—¿Vos sabés quién soy yo? ¿Vos sabés lo que te puedo llegar a hacer si quiero? Mejor desaparecé antes que se me acabe la paciencia. Andá…
Que Aukan se volvió a sentar en las escalinatas del monumento junto a sus cuatro amigos mirándolo fijo y en silencio. Que la palidez del Señor Fotof fue adquiriendo una tonalidad rojiza y sus facciones se fueron endureciendo en la incomodidad de aquel silencio. Que visiblemente nervioso tomó una larga bocanada de aire antes de volver a hablar:
—¿Ustedes no aprendieron nada en todos estos años? ¿No saben lo que es el respeto? Siguen siendo unos salvajes que no respetan nada. No tiene ni el menor respeto por la propiedad privada. Siguen siendo unos usurpadores mugrientos que levantan taperas de chapas oxidadadas en cualquier lado. Mírense… Miren cómo está este monumento, todo escrito con aerosol; miren los baldosones del piso, todos pintados con esos pañuelitos blancos. Lindo ejemplo están dando, para después venir a llenarse la boca con los derechos humanos… ¿Y mis derechos? ¡Ignorantes! Miren cómo han dejado este lugar. No saben respetar la historia, no saben respetar a nuestros próceres, no saben respetar nada. Que Aukan volvió a incorporarse, y automáticamente se pararon los otros tres, que seguían funcionando así, siempre en bloque. Entonces Aukan le contestó:
—Tenés razón, viejo, no te respeto ni un poco. ¿De qué próceres me hablás? Donde vos ves próceres, nosotros vemos a los asesinos de nuestros antepasados. ¿Vos nos vas a venir a dar clases de historia? Hace siglos que nuestra gente habita estas tierras, muchos siglos antes de que culos fofos y blancos como el tuyo vengan a creerse los dueños legítimos. ¿Qué sabés vos de derechos? Sabés por dónde nos pasamos tus cartelitos de propiedad privada. Mi gente paseaba por estas tierras mucho antes de tus fronteras y tus alambrados. ¿Vos te crees que vamos a obedecerte porque a vos se te ocurrió que nosotros no podemos estar acá? Así porque sí. No, viejo, te equivocaste. Vos acá no mandás, y nosotros de acá no nos movemos. Que el Señor Fotof, a esa altura claramente desconcertado, rumiando un odio amargo y pastoso, se dio media vuelta y caminó en dirección a la camioneta, con la misma determinación con la que había llegado. Que mientras avanzaba con el cuerpo levemente inclinado hacia adelante y dando grandes trancos, les advirtió sin darse vuelta:
—No saben con quién se metieron, esto no va a quedar así.
Que se escuchó la voz de Lautaro:
—¡Sí, sí! ¡Que le vaya lindo, don Fotoforro!
Que nuevamente las carcajadas surgieron espontáneas y se replicaron en eco en el interior de las galerías vacías del Centro Cívico. Que de a poco comenzaron a llegar los primeros turistas. Que Nehuen propuso ir para el playón al lado de la estación de trenes y el resto asintió enseguida. Que los cuatro necesitaban, después del episodio con el viejo, habitar un espacio propio en donde nadie les rompiera las pelotas. Que subieron a sus skates y se dejaron llevar por la inclinación de la calle que iba bordeando el Nahuel Huapi, que era un trayecto de casi cuatro quilómetros siempre en bajada. Que el grupo de amigos tenía algún tipo de acuerdo implícito de sus posiciones cuando salían en caravana. Que Quillen siempre iba adelante, marcando el camino, que un poco más atrás los seguían Lautaro y Nehuen, que Aukan era el último, que le gustaba esa posición de retaguardia porque desde allí podía ver a sus amigos con cierta perspectiva y porque el disfrute de ellos incrementaba el suyo. Que pasando la Catedral, la inclinación de la calle se hacía más pronunciada, que Aukan fue dejando atrás la tensión después de la discusión con el viejo, que ahora sus músculos se relajaban dejándose llevar por la pendiente, que extendió un poco los brazos, que sintió el viento frío pegándole en la cara y achinándole los ojos humedecidos. Que en ese momento Aukan era libre, cóndor acariciando la cálida espiral de una térmica, extendiendo las alas, planeando sin la menor resistencia. A esa edad en la que todo es presente, a esa edad en donde uno se cree inmortal. Que el rugido de un motor acercándose le devolvió el estado de alerta, que a su izquierda reconoció aquella camioneta 4×4 blanca con su insignia cromada reluciente sobresaliendo de la parrilla. Que el vidrio polarizado del acompañante le devolvía su propia imagen un poco deformada. Que sintió cómo esa imagen se le aproximaba levemente. Que entre la camioneta a su izquierda y los autos estacionados a su derecha se formaba un estrecho sendero sin mucho margen de maniobra. Que cuando tuvo aún más cerca la imagen que le devolvía el vidrio polarizado el margen de maniobra fue nulo. Que cuando el espejo de un auto estacionado a su derecha le dio de lleno en la parte inferior de las costillas, su cuerpo instintivamente se ladeó para el otro lado. Que la camioneta blanca aceleró, doblando furiosa en la siguiente esquina. Que Aukan, mientras a toda velocidad perdía definitivamente el equilibrio, y antes de rebotar y rodar y romperse sobre el asfalto, vio a sus amigos dejándose llevar por la pendiente un poco más adelante. A esa edad en la que todo es presente, a esa edad en donde uno se cree inmortal.

De Promesas sin destilar (Ediciones Murmullos, 2023).

Las fotografías pertenecen a https://www.proyectoraices.org/ que desde el 2005 promueve el autorretrato de los pueblos originarios realizando en las comunidades talleres de Fotografía Estenopeica (cámaras construidas de manera rudimentaria: latas de diferentes tamaños, un orificio en una de las caras y un papel sensible a la luz).

Miguel Montes nació en 1972. Vive en Cañuelas, Buenos Aires. Desde hace más de 20 años trabaja como Comisario de Abordo en Aerolíneas Argentinas. Cursó la carrera de fotografía en la EDAF, Escuelas de Arte Fotográfico, luego se especializó en Fotodocumentalismo en diferentes cursos y talleres. Paralelamente tomó clases de actuación con Gonzalo Hurtado, luego formó parte de los grupos de teatro, “La 212” y “Sonambulantes”, con dirección de Gonzalo también. Actualmente cursa los talleres de Corrección Literaria, a cargo de Claudia Cortalezzi, y de Dramaturgia, a cargo de Marina Jurberg, ambos en la Biblioteca Popular D.F. Sarmiento en la localidad de Cañuelas. Promesas sin Destilar es su primer libro de cuentos y se presenta este sábado 28 de octubre a las 19 h. en el Instituto Cultural Cañuelas (Del Carmen 664).
https://instagram.com/miguels_montes

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