Artes visuales Música

Un completo desconocido en Mar de Ajó

A COMPLETE UNKNOW
Biopic sobre Bob Dylan.

Sergio Massarotto.

Sobre la ya histórica peatonal de Mar de Ajó, a unos veinte metros de la Avenida Libertador, la que lleva al mar desde la entrada, está emplazado el sencillo Cine California. Lógico, el establecimiento proporciona en verano y desde hace décadas los hits familiares de aventuras, de acción y terror, así que fue una hermosa sorpresa ver al pasar el poster de la biopic sobre Bob Dylan en la misma semana de su estreno y a un precio imposible de encontrar en el AMBA. A las veintiún horas en punto, en una sala alfombrada de rojo, muy grande, de las de antes y con aproximadamente unos treinta espectadores se apagaron las luces y comenzó la función.

Un completo desconocido no tiene mucha ciencia desde el etiquetado, es una historia de amores, de amor romántico, de amor a la música. También de lucha y guerra de baja intensidad, de Dylan por establecerse en la industria primero, por ser libre dentro de ese mundo después; y de sus “mentores” Pete Seeger y el Archivo de Música Folk Americano peleando por mantener el folk vivo y equiparar la balanza de la música popular frente a la explosión del rocanrol y la “invasión británica” de los Beatles, los Kinks, etc.

La película es muy completa en lo técnico/estético. La fotografía, el sonido y la puesta en escena son impecables, y se convierten en factores determinantes que deleitan y nos mantienen deseantes en las butacas. El punto de apoyo es la exaltación en todo momento de lo analógico. Por un lado los sólidos: los colores, las maderas, los objetos -máquinas de escribir, ropa, motocicletas, tazas, guitarras, papeles, libretas, lápices, fotografías, micrófonos y consolas de sonido antiguas, sintetizadores forrados en cuerina, camisas, hospitales del siglo veinte, cabañas de troncos…-; pero también el sonido y la música, que aprovecha al máximo las bondades acústicas del cine actual -y más aún en la alfombra y el vacío del cine costero- para expresar los timbres pastosos y cálidos de las cintas usadas durante el siglo XX para efectuar grabaciones; y que ayuda a mimetizar a lo largo del film las reflexiones de la banda en vivo, los instrumentos graves, las baterías y los reverbs clásicos de los sesentas. La película es eficaz para los que nos gusta practicar ese juego posmoderno de emocionarnos al encontrar en el arte objetos, personajes, gestos y huellas de cosas que ya conocemos, para regodearnos y deleitarnos desde este siglo XXI inmaterial con la historia de una época que fue mejor, quizás por haber logrado, además de otras cosas, un empate entre las necesidades humanas y la tecnología disponible, sin que el hombre se convierta en esclavo de esta (dejando de lado, por supuesto, la adicción al cigarrillo industrial). Un mundo donde los músicos tocaban y los periodistas salían a hacer su tarea, a escribir sobre ellos en lugares de poca monta, inspirados y libres, sin camarillas y tanto círculo cerrado; un mundo donde los sellos discográficos salían a buscar a esos desconocidos y los grababan, un mundo donde, si esa aventura no iba bien, al otro lado de la calle esperaba un trabajo y la posibilidad real de un futuro estable.

Por otro lado, es cierto que el argumento no es nada original y hasta tiene las exageraciones más comunes de las películas televisivas; no obstante podemos decir algo. Más allá de la centralidad de Bob Dylan y sus historias de amor romántico, a mi juicio lo mejor del film son los roles de Pete Seeger, el archivo de música folk que comandaba junto a Alan Lomax y otros (igual a lo que en las pampas realizó Carlos Vega), y la relación dialéctica que tienen estos personajes con el cantautor. Creo que ahí la película siembra un punto narrativo interesante en el sentido de que, si bien la capa más superficial, televisiva, del film parece querer colocar a Dylan como el héroe triunfante que impone su libertad individual para tocar rocanrol en un festival de folk tradicional contra la voluntad de los “puristas”, también deja ver cuánto hay de nobleza en la postura contraria, en el tesón y el esfuerzo colectivo, laborioso, del vigente Archive Of American Folk Culture por mantener a flote y hacer crecer la tradición americana en el festival de Newport, por ir a contramano de la succión tecnomercantil. Esa tensión está magníficamente expresada en la escena en la cual Pete Seeger continúa trabajando, junta las sillas al finalizar el festival donde sucedió la histórica acusación de “Judas” por parte del público al cantante, mientras este lo observa contrariado o culposo desde su moto a punto de irse. Dylan, un lector de historia del siglo XIX, alguien que aprendió a tocar la guitarra escuchando a los cowboys que paraban en el circo donde fue empleado y cuyo ídolo era el clásico Woody Guthrie, conoce y sabe perfectamente el valor de la tradición, por eso percibe la tensión y le afecta, por eso quizás nunca se haya ido más allá del folk rock o el blues y sus derivados americanos no demasiado eléctricos, por eso no hay en sus cincuenta y pico de discos de estudio música netamente electrónica.

El punto quizás rasgue una pequeña brecha entre los que vean el film. A los adolescentes y los jóvenes les gusta Heráclito, el cambio, las llamas explosivas y valorarán el triunfo del héroe individual que escapa en moto; pero nosotros, los viejos, sabemos que para que el fuego crezca y se mantenga hay que cuidarlo, con leña anónima, paciencia, ternura, trabajo, y por eso daremos nuestro pulgar para arriba, nuestro guiño, a esos antiguos cruzados. En el medio o por encima de la brecha están las canciones de Dylan; ya ajenas al autor, hablándonos, girando un poco libres, un poco determinadas, como cantos rodados ya chicos pero aún vivos, que ruedan hacia abajo quién sabe por cuánto tiempo más en la frágil colina de la cultura humana.

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