Historia pensada Narrativa

Quien no siga un camino virgen de pisada, hallará desierto

El mundo citadino y el desierto campestre

Por Ramiro De Mendonça*.

Para los ojos del porteño la palabra “campo” refiere a la Pampa húmeda y fértil donde la producción agraria y ganadera es el sentido de la vida. Sin embargo, a pesar del sentido que supuestamente le es natural, esta inmensidad de terrenos verdes sigue significando un desierto. Y no sólo para la cabeza porteña sino también para el pensamiento provinciano en el que derrama su contenido unitario (principalmente en los provincianos acomodados económicamente).

La falta de accidentes geográficos, la infinitud al ras del cielo, la decoración errante de un molino y dos vacas. Un desierto para el deseo. Carencia de objeto que buscar o de un camino. No alcanza con que la ruta 3 nos prometa una YPF cercana o un pueblo. Campo vivo. Útil y necesario pero, a su pesar, un desierto.

El productor, rústico por costumbre agreste y también por conveniencia, siempre que pudiere mandará a sus hijos a estudiar a la capital. Es decir, lejos de aquel desierto verde y con olor a bosta en el que están por presupuesto y pertenencia – ¿por amor, tal vez? Los enviará a buscar un nuevo sentido de la vida que se traducirá en encuentros sexuales, errancia universitaria, destrozo de vehículos y todo tipo de derroches que no impliquen el estudio y de los cuales la magnitud depende del bolsillo parental.

La cuestión es, abandonando estereotipos, por qué el sentido de la vida no se encuentra, a primera vista, en el campo, y debe ser ido a buscar a otra parte. Para analizar mejor el asunto, mejor pensarlo al revés: ¿se encuentra en la ciudad este sentido?

Recuerdo una ocasión en la que estábamos viajando en un colectivo por Avenida Santa Fe con cierto amigo que es hijo de un tambero dentro de todo bien económicamente y con ideología de diario La Nación. Después de pasar por una gran cuadra donde está el Regimiento de Infantería y no abundan tanto las carteleras, nos encontramos con una imagen gigante de un chocolate. Inmediatamente escucho decir a mi compañero de viaje “Uh, cómo me comería un Milka”.

El tipo había vivido su infancia en pleno campo. Lo odiaba. Ahora vivía en Palermo y casi no iba a visitar a sus padres. Podía ver un cartel, desear, pagar, saciarse y volver a desear nuevamente. El problema no eran las vacas, sino que nadie les hiciera publicidad.

No hay tener sin desear. Ambos verbos tienen su verdadera dialéctica en las megas ciudades, donde se nos dice qué desear, al contrario de la Pampa. Según la necesidad del mercado, se puede poner en la vidriera hasta un pañal usado. Porque la vida está en las carteleras. Y las grandes rutas que atraviesan sembrados sólo son sus cementerios.

Las carteleras que se transforman constantemente nos marcan el rumbo (e internet ha agrandado sus luces). El estímulo constante. La voluntad en el colmo de las pasividades. Pero a pesar del dominio que tienen sobre nuestros ojos, nunca falta el loco abandonado por su amada que encuentra el desierto hasta en la cuna de los carteles y baja en el inicio de una red social encontrando el peor de los vacíos. A fin de cuentas, los desiertos no son originarios de ningún lugar.

La ausencia de capitalismo virtual en el campo hace sonar la alarma de la ilusión perdida. Los caminos que creíamos ya trazados eran meras falsedades. Como mucho vemos un asfalto resquebrajado, un extraviado camino de tierra. Pero lo que se ve sobre todas las cosas es la ausencia de un sendero propio en la inmensidad que nada indica, nada sugiere.

Quien no sigue alguna vez un camino virgen de pisada, siempre hallará desierto. El desierto es inminente. “Antes era todo campo” dice un poema de Ignacio Vázquez de una forma llana y cómica, pero profunda. Podríamos cambiar, incluso, la gran pregunta heideggeriana de “¿Por qué hay ser y no, más bien, la nada?” por la afirmación “Antes era todo campo”.

*Ramiro De Mendonça (1994). Vive en Virrey del Pino. Poeta y profesor de Francés.

Fotografía: Rolando Paciente.

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