Narrativa

Se puede amar el vino, traidor inocente

Ramiro De Mendonça.

Me rompieron el corazón hará más o menos dos meses, y en el transcurso de ir pensando cada vez menos en el asunto (porque enamorarse es pensar, dice el Pessoa, mientras que sentir, sentir es otra cosa…) me fui amigando, sin darme cuenta, y también contraenamorándome un poco, del vino. Ese brebaje, ese gustito picante a madera, ese calor en la pancita que traicioneramente alivia y hace escupir bronquitas en soledad, esa distracción de niño que te devuelve, esa uva muerta que se ha transformado en absolutamente otra cosa (la uva viva tiene un sabor que se desvanece en un segundo, mientras que la muerta se rinde un poco ante el paladar humano, le entrega más fielmente su vida). El vino es amor. Los paladares infantiles no saben beberlo. Esta moda de hablar de relaciones sanas nos confunde. No existe el amor sano. Amor es que mueran por vos como muere la uva. Bajarse un tonel y caerse borracho por la escalera. Apuñalar, apuñalarse, hacerse apuñalar. Si no corre sangre, es relación sana. Y ahí pueden irse ustedes con sus relaciones sanas, con sus “vínculos”, y otras blablerías. La cosa es que yo estoy descubriendo el verdadero amor, que es el del vino. Las personas no sirven para el amor, no se puede amar a una persona y pretender seguir viviendo tranquilo. Pero sí se puede amar el vino, traidor inocente. Desconfiás de él, lo abrazás. Es el alcohol que acompaña las comidas. No hay cosa más familiar. Un vino es un polvo, es un hijo, o es un amigo diciéndote verdades imaginarias.

Hace poco, antes de mi pequeña tragedia, me recibía un amigo y me reprochaba que a mí se me diera por tomar cerveza o coca cola en vez de vino. Me decía que no lo escuchaba, que no tenía empatía, que aún no había nacido. Y que todo era culpa de no amar el vino. Me sorprendió. Yo, un tipo en pequeño matrimonio recién establecido, felicidad asegurada en un mundo de incertidumbre, joven, volviendo de un viaje, con trabajo y unos pesos encima, reducido por este amigo a categoría de nonato. Unos días después de semejantes sentencias veo a la que pensaba mi cómplice conyugal, tomamos vino juntos, nos peleamos, hacemos el “amor”, me dice las cosas más raras del planeta y se queda dormida… y yo preguntándome quién es esta mina y por ende preguntándome quién soy yo que tanto insisto con ver mi reflejo en su cuerpo. Al otro día me deja. Yo pienso: fue el vino. Fue mi amigo el traidor. El brujo negro. Para qué fui a verlo. Me mufeó la vida. El abandono fue total. Y digo total no queriendo decir que dan punto final y listo. Dan punto, lo borran, lo ponen, lo borran, y te dejan con la duda. Es decir, el punto es cosa propia de mi espíritu nonato. Pasan las noches, angustia de perro, lluvia, cigarrillo. Nada. Odio más a mi amigo. “Es un hijo de puta”. “Vinista hijo de puta”. Me convidan un trago de vino al mediodía en mi casa. Cosa ácida y amarga. Trago un pedazo de milanesa para taparlo. Así no se toma el vino, pero bueno, no me daba cuenta aún, nonato hijo de puta. Qué nonato hijo de puta, me empiezo a decir. Si es mi enemigo debería tragármelo como un Polifemo a un tripulante de Ulises, como un caníbal amazónico a un indio de otra tribu, como un Saturno a su hijo. Y acá estoy tapando el trago con milanesa. Agarro la media botella y me voy a un rincón húmedo de la casa. Saco el corcho, enfrento la botella. Siento un querosén en el estómago, puteo un poco. Dos tragos más y revoleo la botella contra la pared. Sangran los vidrios. Siento el pedo que me brota del pecho, de los brazos, de la cabeza. Así no se toma el vino. Se toma de a poco. Con amor. No te podés enamorar así de una, sino te vas a volver un celoso loco, un débil competidor nonato. Hay que abrazar la botella. Ahora qué vas a hacer con todo ese líquido chorreado. Lo vas a tener que limpiar de a poco también, y en pedo. La experiencia enseña. Ahí me pongo a limpiarlo. Igual queda la mancha en la pared. Me importa un carajo. Sigo limpiando. Cuando termino me doy cuenta que no pensé en la amada en todo el tiempo que limpiaba. Capaz ya no era la amada. Busco otra botella en la cocina. No hay. El punto final. No hay más vino. Habrá que esperar hasta mañana. Todavía hay calorcito en la panza. Me acuesto gozando lo último que me queda. Como si abrazara a un ser amado que mañana se irá para siempre.

Paso la noche. Despierto entre los cantos de pájaros. Está verde el jardín. Suena una música a lo lejos. Sigo sin pensar en una ella. No gobierna más. Se corta lo umbilicaloide. Salgo para el almacén sin desayunar. Son las siete de la tarde ya porque me pasé el día pelotudeando, sentado en el jardín con los perros. La almacenera se me ríe. Que por qué compro vino un lunes. Vos no tenés idea, le digo. Capaz es porque todavía estás nonata. Me dice que yo soy el que no sabe nada. Se piensa que soy un virginoide más. Le digo que si tanto le preocupa el vino por qué no lo toma conmigo. Me dice que no, que no toma. Pago y me voy para mi casa. Abro una botella barata. Diez pesos me quedan. Tengo unas nueces. Vengan las nueces. Tomo mientras acaricio a mis perros. El amor. Pienso en lo que hago y se me eriza la piel. Me sonrío a mí mismo. Estoy borracho. Uno de borracho es más cariñoso consigo. Se acaricia más la panza. “Podría pegarme un tiro ahora mismo pero no tengo ganas”. Achuchillo la botella. La dejo por la mitad de sangre. Vino barato, pero alcanza con el picor. Con que no tenga azúcar… Pienso que una mujer no es el amor. Es, en todo caso, una compañera de vino. Si ama el vino, mejor. Y si no lo ama, que lo respete por lo menos. Que vaya y venga con otros hombres, no me importa. Yo estoy con el vino. A veces con ella. En todo caso, más que una esposa, mi idea es tener una amante aparte del vino. Y así desarrollar mi vida. Me canso de tomar, me paro y voy un poco borracho hasta el almacén. Le pregunto a la almacenera si quisiera ser mi amante mientras yo tomo vino de por vida. Prometo trabajar mucho y criar hijos, pero que no se meta con el vino. Me dice que no de nuevo. Está bien, le digo. Por si querías, no me gustaría que lo desearas y no poder dártelo. De hecho no puedo dártelo. Y estoy feliz de tu no. Tu no, mi oferta y el vino se llevan bárbaro. Es más, creo que he nacido para todo esto…

Imagen: Monje bodeguero degustando vino de un barril mientras llena la jarra (Li Livres dou Santé, Aldobrandino de Siena, Francia, siglo XIII).

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.