Me gustó una chica que se me puso a hablar en la línea d para quejarse de las obras al pedo que hicieron. Estoy tratando de serle fiel. Si veo alguna que me parece linda ya sea en la calle o en la vida virtual, pienso en ella y me digo “son lindas pero no necesarias”. No tengo ni el número ni el nombre ni nada de la piba, pero planeo cruzármela de vuelta en la línea d. Como sea. Ni que fuera el subte de Moscú, ¿no? Yo no sé si ella es necesaria. Imaginaria ya está claro que sí. Tenía una campera de river y algunos granos en el cachete. Rubia pero sin ser milipilezca. Los porteños tienen esta cosa de siempre estar contando las monedas y tener la economía planificada. Raro que voten tanto para otro lado. Yo creo que su familia cuenta las monedas, y ella también. Parecía vivir con los padres. Me parece imposible que una mujer ande con la campera de river teniendo veinte años y que no viva con los padres. Andaba con un aire muy relajado como para sostener una economía propia, a menos que esté metida en alguno de esos trabajos de programación.
Creo o quiero creer que se llama Clara. Como la que me gustaba en sexto grado, o quinto. Un amigo me dice que trata de olvidarse de la existencia de las lindas para no sufrir. Pero sufre por dinero, como Clara. Voy a probar lo mismo, sufrir por dinero. Contar mis monedas y ver todo para lo que no me alcanza. Tal vez así pueda acercarse mi mundo al de Clara y nos crucemos en el subte y yo tenga esas mismas ganas de quejarme del señor Larreta y me anime a pedirle el número definitivamente. Fijensé, no es cualquier pedido de número, porque no es cualquiera esta Clara, como las lindas. Le voy a decir “Clara, ¿me darías tu número definitivo? Ella va a decir: Sí, tres. Y va a bajar del subte. Yo voy a darme cuenta que ya lo intuía. Tres, ella, yo y su novio. La santa trinidad. El número definitivo que nadie comprende. De pronto todas aquellas que me rodean en el subte recuperarán la belleza que les es propia. Y yo mi fealdad. Era tres y yo pensaba todo como un uno. El uno de mi soledad. De mi belleza perdida. Tres. Ella, yo y Larreta. Pelado, viejo y todo se siente lindo. Y yo que me imaginaba abrazándola sobre un puente.
Ahora trato de volver a cazar la liebre pero perdí las dotes de indígena. Voy civilizado al campo, con una levita y un reloj de esos que cuelgan en una cadena. Se me ríen los gauchos y el polvo me humilla. Busco a dios en medio del hambre. Digo su nombre: tres, tres, por favor, tres… Y no aparece. Se hace de noche, hace frío, me recuesto. Siento el rocío sobre mi calzoncillo largo. Empiezo a tener fiebre, toso y miro las estrellas. La gran gruta iluminada. Pienso que el nombre de dios es “uno”. Uno, uno, uno. Como toda la filosofía griega. Pero él calla. Reniego de la mujer. Que por qué la trajo al mundo. Que por qué ese puente idiota entre yo y él. Tanto nombrarla y nunca disfruté de las estrellas. Pero las estrellas también callan. Y soy yo el único que habla. El que quiere llamar la atención. De quién, digo. Si hay solo yo y mi muerte que resuena en mi pecho como una pequeña gruta a punto de derrumbarse dentro mío, sin que se derrumben las estrellas. Moriré y quedará esa belleza que viéndola nunca vi. El aire, los cardos, las liebres inalcanzables, la total oscuridad que me hace olvidar de a poco el concepto de mujer o lo renueva como una bomba.
Me rindo, Clara. Y qué lindo es rendirse. Porque me rindo como un río, como un astro, y siento el profundo frío de lo inerte. Yo pensaba que había ternura abrigada dentro de tu campera de river, pero era la muerte. Y de dios sólo eras un mensaje. Y no había dos entre nosotros dos, y no había uno, ni era yo, ni era tu novio, ni Larreta, ni Dios, ni la muerte. Entre vos y yo no había nada, y no había nada con Dios. Ni nada en el concepto de muerte. Porque vos, Clara, y las tinieblas son… Mirá vos, se me cortó la luz mientras lo escribía. Pero dejaré de escribir. El lenguaje es lo que más me cansa.
IMAGEN: La travesía difícil de René Magritte.