La cosa va así: estaba caro el hospedaje en la Quiaca y viajeros me recomendaron cruzar a Bolivia y pagar con pesos argentinos. Por 4000 pesos tenía donde dormir según un muchacho. Cruzo por migraciones. Llego a otro mundo. Autos japoneses con armadura y stickers como si fueran de carrera. Luces de neón. Un hotel en el que te atienden desde el balcón. Calles como las del Barrio Esperanza de Virrey del Pino (mezcla de asfalto, agua y barro y roturas).
Ningún hotel me acepta pesos argentinos. Insisto e insisto y nada. Son las 10 de la noche. Me rindo a las 11 y vuelvo para el paso fronterizo. Cerrado. Un grupo de chicas en la oscuridad que llegó antes que yo dicen “ahora vamos a ser ilegales”. Deciden cruzar por el río. Yo sigo madre santa, es eso o dormir en la calle. Chicas muy bonitas y muy coquetas y muy arregladas. Pregunto cómo es, si uno se moja, si está podrido. Me dicen que todo depende de si está el “carrito”. Qué carajo es eso pienso yo. Pregunto si puedo ir con ellas. Me dicen que sí. Y que es peligroso. Bajamos a la rivera y un señor con un carro con ruedas de bicicleta nos cruza de a dos. Yo le pago el “boleto” a una de las chicas. Nunca falta la oportunidad para hacerse el caballero. Me acepta los pesos argentinos con sospecha el señor.
Subimos a la ciudad charlando. Y ahí se aclaran las cosas. Ellas pensaban que yo no era argentino y yo pensaba que ellas no eran bolivianas. Pero era todo al revés. Hubo algo mágico en ese momento. Me parecieron mucho más hermosas las señoritas ahora bolivianas. Debe ser que ser argentino es cosa devaluada ya. O que soy un morboso. Qué bellas se veían. Una me pregunta si soy casado. Digo que no, que voy con el viento. Me cuentan que iban a una fiesta. De ilegales encima. Por eso estaban tan divinas. Me quedé enamorado de la que cruzó conmigo en el carrito. Fue un poco romántico, la verdad. Algo muy veneciano, pero con olor a podrido y un gondolero venido a menos.