Narrativa

La máquina de Macedonio

Primero habían intentado una máquina de traducir. El sistema era bastante sencillo, parecía un fonógrafo metido en una caja de vidrio, lleno de cables y de magnetos. Una tarde le incorporaron William Wilson de Poe para que lo tradujera. A las tres horas empezaron a salir las cintas de teletipo con la versión final. El relato se expandió y se modificó hasta ser irreconocible. Se llamaba Stephen Stevensen. Fue la historia inicial. Más allá de sus imperfecciones sintetizaba lo que vendría. La primera obra, había dicho Macedonio, anticipa todas las que siguen. Queríamos una máquina de traducir y tenemos una máquina transformadora de historias. Tomó el tema del doble y lo tradujo. Se las arregla como puede. Usa lo que hay y lo que parece perdido lo hace volver transformado en otra cosa. Así es la vida. Macedonio tenía en ese momento cincuenta años. En los recortes y las fotos de los diarios se veía su cara apacible y maliciosa dando explicaciones. No había querido vender la patente, porque no había nada que vender. Pensaba perfeccionar el aparato (lo llamaba así) con la intención de entretener a los paisanos en los pueblos. Me parece un invento más divertido que la radio, decía, pero todavía es prematuro cantar victoria. Pedía discreción y se negaba a aceptar el apoyo del gobierno. Iba a dictar una conferencia en la universidad para explicar los alcances del invento. («Forma parte de la serie de Los Aquenó», dijo Macedonio. «Los Aquenó: ¿qué son? Son aquellos aparatos a cuyo funcionamiento precede siempre una expectativa incrédula.») Las cosas habían marchado muy bien. Mejor de lo esperado. La máquina había captado la forma de la narración de Poe y le había cambiado la anécdota, por lo tanto era cuestión de programarla con un conjunto variable de núcleos narrativos y dejarla trabajar. La clave, dijo Macedonio, es que aprende a medida que narra. Aprender quiere decir que recuerda lo que ya ha hecho y tiene cada vez más experiencia. No hará necesariamente historias cada vez más lindas, pero sabrá las historias que ha hecho y quizá termine por construirles una trama común. Le parecía un invento muy útil porque los viejos que a la noche, en el campo, contaban historias de aparecidos se iban muriendo. El último que conocí vivía en Coronel Vidal. Fue el que contó la historia del gaucho invisible, dijo Macedonio. La inventó él solo, de la nada, y la fue perfeccionando, mateando en el campo, de cara al viento de la llanura. Una vez un primo me escribió para decirme que se la habían contado en España. La misma historia les pasaba a unos marineros en Tenerife. Y sin embargo la había vivido don Sosa, un paisano que se había quedado paralítico de tanto meterse en el agua a buscar terneros guachos cuando trabajaba en las estancias de los Echegoyen por la zona de Quequén. Fue así.

Macedonio siempre estaba recopilando historias ajenas. Desde la época en que era fiscal en Misiones había llevado un registro de relatos y de cuentos. «Una historia tiene un corazón simple, igual que una mujer. O que un hombre. Pero prefiero decir igual que una mujer», decía Macedonio, «porque pienso en Scheherezade». Recién mucho tiempo después, pensó Junior, entendieron lo que había querido decir. En esos años había perdido a su mujer, Elena Obieta, y todo lo que Macedonio hizo desde entonces (y ante todo la máquina) estuvo destinado a hacerla presente. Ella era la Eterna, el río del relato la voz interminable que mantenía vivo el recuerdo. Nunca aceptó que la había perdido. En eso fue como Dante y como Dante construyó un mundo para vivir con ella. La máquina fue ese mundo y fue su obra maestra. La sacó de la nada y la tuvo años en la parte de abajo de un ropero en una pieza de pensión cerca de Tribunales, tapada con una frazada. El sistema era sencillo y surgió por casualidad. Cuando transformó William Wilson en la historia de Stephen Stevensen, Macedonio tuvo elementos para construir una ficción virtual. Entonces empezó a trabajar con series y variables. Primero pensó en los ferrocarriles ingleses y en la lectura de novelas. El género se expandió en el siglo XIX, unido a ese medio de transporte. Por eso muchos relatos suceden en un viaje en tren. A gente le gustaba leer en un tren relatos sobre un tren. En la Argentina, el primer viaje en ferrocarril de la novela está por supuesto en Cambaceres.

En una sala, Junior vio el vagón donde se había matado Erdosain. Estaba pintado de verde oscuro, en los asientos de cuerina se veían las manchas de sangre, tenía las ventanillas abiertas. En la otra sala vio la foto de un viejo coche del Ferrocarril Central Argentino. Ahí había viajado la mujer que huyó a la madrugada. Junior la imaginó dormitando en el asiento, el tren cruzando la oscuridad del campo con todas las ventanillas encendidas. Ésa era una de las primeras historias.

Narrar era darle vida a una estatua, hacer vivir a quien tiene miedo de vivir. En una vitrina estaba el original de los mitos iniciales. «El que ha perdido a su mujer modela sin tregua una estatua y piensa en ella. Vivir solo o fabricarse la mujer perdida. La pasión le permite al enamorado elegir el segundo sueño. La Gesta Romanorum (el más popular libro de cuentos de la Edad Media) nos refiere que Virgilio, a quien se tenía por mago (Cuento LVII), esculpía estatuas mágicas para retener el alma de sus amigos muertos. La capacidad de animar lo inanimado es una facultad asociada a la idea del taumaturgo y a los poderes del mago. Entre los egipcios, la palabra “escultor” significaba literalmente “el que mantiene la vida”. En los antiguos ritos funerarios se creía que el alma del difunto se incorporaba a una estatua que representaba su cuerpo y una ceremonia celebraba la transición del cuerpo a la estatua.» Junior recordó la foto de Elena, la muchacha con el pulóver de cuello alto y la pollera escocesa, que sonreía hacia la luz invisible. Una foto era también un espejo para soñar con la mujer perdida. Había una reproducción ampliada de la misma figura de Elena en la pared del fondo. En paneles de vidrio vio los manuscritos de Macedonio. «Huir hacia los espacios indefinidos de las formas futuras. Lo posible es lo que tiende a la existencia. Lo que se puede imaginar sucede y pasa a formar parte de la realidad.» Macedonio no intentaba producir una réplica del hombre, sino una máquina de producir réplicas. Su objetivo era anular la muerte y construir un mundo virtual. «La ciudad-campo, de un millón de chacras y diez mil fábricas», leyó Junior, «exenta totalmente del horror de la palabra alquiler, que tendría las ventajas que pongo en la siguiente lista: Inatacabilidad militar. Inatacabilidad por sitio o bloqueo. Ni bomberos, ni policías. Escasez desesperante de enfermedades. Reducción en más de un 40% de los trueques comerciales, improductivos, estériles y aleatorios, de agio». Junior buscó el final de la carta. «La guerra finaliza y sólo quedaremos ante la inmensidad de los oscuros planes de EE.UU., que quiere herir y anular a España para hacer más fácil presa de la América hispana. Las islas han sido ocupadas, el laboratorio debe ser preservado. Suyo afectísimo, Macedonio.»

—Tal vez usted quiera que le cuente cómo lo conoció a Macedonio el Ingeniero y de qué forma empezaron a trabajar juntos, pero hay tiempo y además usted tener que ir a la isla y visitarlo en su fábrica y hablar con él. Mire le dijo, y le mostró los documentos, en especial una carpeta con la historia que le había hecho llegar el Ingeniero y que el jockey había hecho fotocopiar para pasársela a Junior con la idea de iniciar, en lo posible, una contraofensiva—. El poder político es siempre criminal —dijo Fuyita—. El Presidente es un loco, sus ministros son todos psicópatas. El Estado argentino es telépata, sus servicios de inteligencia captan la mente ajena. Se infiltran en el pensamiento de las bases. Pero la facultad telepática tiene un inconveniente grave. No puede seleccionar, recibe cualquier información, es demasiado sensible a los pensamientos marginales de las personas, lo que los viejos psicólogos llamaban el inconsciente. Ante el exceso de datos amplían el radio de represión. La máquina ha logrado infiltrarse en sus redes, ya no distinguen la historia cierta de las versiones falsas. Existe una cierta relación entre la facultad telepática y la televisión —dijo de pronto—, el ojo técnico- miope de la cámara graba y transmite los pensamientos reprimidos y hostiles de las masas convertidos en imágenes. Ver televisión es leer el pensamiento de millones de personas. ¿Comprende usted?

—¿Qué es ser una máquina? —preguntó el doctor Arana. —Nada —dijo ella—. Una máquina no es; una máquina funciona.
—Muy ingenioso— contestó Arana.

Ricardo Piglia: La ciudad ausente (1992).

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