Historia pensada Narrativa

Maradona: nuestros sueños y el desborde necesario

Por Sergio Massarotto.

De lo universal a lo particular y de lo particular a lo universal Maradona rebota en nosotros, nos baña, nos atraviesa y vuelve a su figura. Lo universal y lo objetivo Maradona , y lo particular nuestros Maradonas. Andá a saber la cantidad de cosas que lloramos en estos tres días, escribió Iván Noble poco más o menos, y estoy de acuerdo. Tal vez la última parte del siglo pasado del país, con sus guerras, y nuestra vivencia de todo eso. Las lágrimas son un poco por el cansancio y esa tristeza de haber atravesado el tiempo y haber tenido, sin embargo, como manda la vida, ahí también el desborde necesario y primal de la felicidad encarnado en un futbolista.

Hay un Diego objetivo que vimos y vi y disfruté, y como todos también tengo y lloro a mi Diego personal. Mi Diego Armando Maradona es la pieza que compartíamos con mi hermano y no poder dormir con diez años de la tristeza profunda por el doping en el noventa y cuatro, que llegue al otro día un amigo pelota bajo el brazo y no haya ganas en ninguno de ir a jugar totalmente afectados por eso. Mi Maradona es mirar el partido contra Brasil en el 90 con toda la familia reunida en una pequeña cocina de Carmen de Patagones en un televisor de doce canales SABA y saber que está todo bien y vas a ganar, porque él estaba en la cancha. Es el golazo frente a Grecia gritado en el patio ultra limpio con kerosene y aserrín de la Escuela 27, todos de guardapolvo blanco, felices, con la certeza implacable de que con él éramos los mejores del mundo, el verdadero país del fútbol. Y es también su presencia tácita en todos y cada uno de los partidos de potrero y campeonatos de los que participamos casi desde bebés.

Cuando éramos chicos pocos jugaban a la pelota diciendo “yo soy Maradona!”, elegíamos a otros jugadores, a Basualdo, Burruchaga, a Batistuta, a Gareca, a Zamora, a Spontón, a Bassedas, a Scoponi, a Espina, a Olarticoechea. Pero a Diego no se lo elegía, quizás porque estaba la certeza plena y previa al juego de saber que como él había sólo uno y que ese puesto sagrado no se nombraba en vano. Incluso se retaba en su nombre para ubicar a alguno que se lanzara a la aventura individual de la gambeta sin pasársela al compañero o quisiera dar órdenes sin mucha espalda. Se lo espetaba “pará que no sos Maradona, eh”. Coherentes, cuando quedábamos frente a frente con la pelota y el paredón, o cuando gambeteábamos en solitario jugadores invisibles y gritábamos un gol ante nadie, ahí si nos permitíamos jugar a Dios. Diego de alguna manera también fue mi primer gasto grande cuando con uno de mis primeros sueldos dignos me compré un par de botines Borussia, los que usó en México y me retaron varios por el derroche, salvo mi abuelo que se los probó inmediatamente, pisó fuerte y me dijo “que buenos que están, sabés los goles que hago con estos!”.

Y ya salí de lo particular y fui a lo simbólico, a las primeras señas de lo objetivo. Ese des-cálculo era mi Maradona y por todo eso e inabordables cosas más representa la infancia. Porque alguien de 40 años que se levanta a las seis de la mañana un domingo en el ’79 para verlo y luego le cuenta maravillado a su hijo el desarrollo del partido y las proezas del 10 es tan infante en ese momento como el niño. Y en toda esa simbología y contra toda receta del hacer pulcro Diego nos unió y nos dio quizás los pocos momentos donde te sentís parte de algo mayor y diferente. Maradona nos dio infancia y una felicidad con otros, compartida; ergo, nos dio Patria. La que pudimos, la que queremos, no sé si la mejor, pero la nuestra.

Diego Armando Maradona era el juego y toda su dignidad. Hoy, donde pareciera que lo único “digno” es pensar cómo hacer dinero, en aprovechar cada minuto para especular una monetización, sonreírle al patrón y al cliente full time y salir lo mejor posible en Instagram o Youtube, Maradona suena raro porque te llevaba de la mano a la felicidad de lo lúdico, que en este caso era el fútbol, plebeyo, embarrado, en canchas secas y duras, daba lo mismo. La felicidad del desborde, de salirse de uno mismo y de la pregunta por la utilidad: ¿para qué estás haciendo eso? Lo hago sólo porque sí, porque me llena, qué sé yo. Era/es ese gasto (hoy se ¿juega? al fútbol para bajar la panza, para poder vivir más tiempo, para hacer plata, etc.) que nos saca de nosotros y nos hace felices. En presencia física como simbólica, no importa. Mirándolo en la T.V. tanto como yendo a jugar un picado cebado porque en algún momento lo viste, disfrutaste y querías intentar revivir lo mismo no ya desde la contemplación sino desde la producción. Maradona estaba hecho de la materia inabarcable con la que se hacen los sueños.

Diego ya se fue y como todos, de cara al más allá se despojó finalmente de todas las categorías que lo revestían de forma finita para ser sólo y únicamente su esencia. Pero en el más acá queda la leyenda, el poema épico, la encarnación de algo grande que no sabemos si va a volver a darse en el planeta porque responde a otra idiosincrasia mundial y otros paradigmas que ya no están y que permitían lo heroico. Diego se fue y otra vez se sigue yendo el siglo XX y nos deja a los que quedamos a media agua un poco más huérfanos, ajenos y extranjeros en este tiempo raro, lleno de policías del alma ajena, lleno de buscadores de contradicciones, cazadores de brujas, constructores de cárceles, predicadores de una extraña, descafeinada y medicada “felicidad” individual, y vacío cada vez más de personas y de la capacidad del perdón. Diego se fue y ya está liberado y sin embargo hasta el último momento también le depositamos un último anhelo clásico y sincero, desde Charly García hasta la tapa de un diario británico: que haya un paraíso, un cielo a la vieja usanza donde podamos reencontrarnos sin los ortivas de siempre, sin los snobs y los hincha pelotas. Por ahí ese sea el final del cuento y ese lugar sea su nombre o esté bordeado en buena parte por su recuerdo.

Diego Armando Maradona se fue y nosotros seguiremos acá, enredados en el lenguaje, mas viejos, más paranoicos, menos felices, capaz que un poco menos humanos. Lo mejor pasó y lo mejor está por venir, así vivimos, así seguiremos andando.

*Sergio Massarotto (1983). De Morón, vive en Cañuelas, donde desarrolló su carrera de músico independiente y de profesor de filosofía, entre otras materias.

Imagen: Mural de Julián Antonio en Bo. Sargento Cabral de Cañuelas (fotografía: Susana Frasseren).

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