Historia pensada Narrativa

La puerta del Infierno en Samborombón

Bestiario de la Provincia de Buenos Aires, parte 2: “La puerta al infierno”.

Sergio Massarotto.

La lisa ahumada es un plato que no pasa indiferente. Están aquellos que lo aman y los que lo detestan. Se sirve frío, como un chorizo seco o un queso, como una picada. San Clemente es una ciudad bifronte; conviven en ella la apertura y la libertad del mar con la pesadez barrosa y el destino del río. En esa última zona de la ciudad se encuentran las pescaderías que ofrecen este plato. Fue ahí, que esperando entre lugareños, escuché una conversación sobre viejas inundaciones y una “puerta”.

De entre toda la borrosa huella sonora recuerdo algunas palabras que uní más por capricho e imaginación que por verdad empírica. Decían algo así como que un conocido de los pescadores se había acercado en bote a “la puerta” sorteando la inundación y que había pasado algo, que ya no llegué a escuchar. Pero sí recuerdo que el otro medio se ponía serio y decía “no hay que joder con esas cosas” no sé si por convencimiento o porque el lenguaje invita a repetir sus senderos y recodos conocidos. Después se dieron cuenta de que los miraba y callaron. El comerciante envolvió la lisa en papel de diario y salí.

Unos días después hubo en Costa del Este una feria de libros. Como el día estaba feo me acerqué a mirar qué había y adquirí un ejemplar de un autor local, un poeta que mezclaba algunas narraciones y opiniones cortas con versos de rima imperfecta. Me sorprendí con tibieza cuando comencé a leer una página que empezaba así:

“La provincia de Buenos Aires se inunda porque está levemente inclinada hacia el este y arrastra todo lo que haya sobre el suelo hacia una puerta al infierno en la Bahía de San Borombón. Esto, que es una verdad sencilla entre los pobladores de General Lavalle, es algo negado por la totalidad del mundo periodístico-científico-porteño.”

Desde ya que el texto era raro, después de eso seguía una poesía, como una canción media costumbrista y se perdía en unas rimas conservadoras aunque no muy logradas. Al margen, el escrito me trajo el recuerdo cercano de la conversación en San Clemente. Subrayé, entonces, ese acápite.

Cuando volvíamos de las vacaciones entramos a Lavalle, puse como excusa que quería unas tortitas negras muy ricas que hacen en una panadería del pueblo, con horno a leña. No anduvimos muchas cuadras, bajé en la puerta del local y aproveché el mandado para otear rápido a un lado y a otro buscando cualquier indicio extraño, algo que hable de esa “puerta”: una pintada, un monumento, el nombre de una calle. Pero claro, nadie descubre un arcano en diez minutos. No encontré nada. Por lo demás, la mirada de la panadera era la de cualquier empleado cansado un día de sábado a la mañana, así que por ese lado tampoco pude rastrear huellas mínimas.

Al llegar a casa y con el correr de los días fui olvidando la cuestión. La cercanía de las clases, re organizar la casa, otras lecturas y obligaciones fueron desgranando el interés veraniego. Fue ya terminando febrero que un acontecimiento me devolvió esa curiosidad. El pozo de agua de casa se había secado, al parecer, así que contratamos un pocero para perforar otro. El mismo día acordado y en cuestión de unas siete horas, terminaron un orificio de treinta y cinco metros de profundidad que devolvió la provisión a la casa. Entre conversaciones con el hombre acerca de agua, humedad y el crecimiento imponente del pasto en la zona, al momento de hacer los números, agregó que por acá abajo corre un río subterráneo, milenario y que por eso se explica el salitre del lugar. Repito el textual:

-Viste cómo se pican los autos acá, tuve dos renó 18 los dos se me pudrieron en meses.

Agregó que corre paralelo al Salado, que en teoría se une a la altura de Castelli, que se lo encuentra a ochenta, ochenta y cinco metros del suelo y que la salitre que tiene es pasmosa. Le pagué, se fue pero me quedé pensando en eso y lo anoté por ahí, en unas tapas duras que regaló la mutual por el comienzo del ciclo lectivo; luego agregué también el recorte del poeta costero. Entonces puedo decir que ahí en ese punto inicié la investigación formal. Un cuaderno, una incógnita y voluntad. No se necesita más para arrancar.

Desconozco por qué el siguiente paso fue tratar de recordar las leyendas o decires que tenía escuchados acá en Cañuelas intentando hallar alguna relación con lo que buscaba. Tal vez por esa fe en que la cultura popular viene sedimentando verdades en el tiempo desde lo más bajo del tejido social, tal vez por otra causa infinita que desconozco o por simple comodidad. Como sea, lo primero que me vino fue la historia de los tres hermanos Erramouspe, que se mataron entre ellos en una kermese del pueblo. Descarté, sin embargo, la historia rápidamente; porque si bien tiene alguna paradoja o simbología cristiana, me parecía forzada, producto más de mi voluntad que de la cosa en sí.

Después me acordé de lo que se cuenta del “diablo en el Poco a Poco”, del hombre misterioso que llegó a caballo del este, desensilló y tocó la guitarra en esa “churrasquería y chupistería” al otro lado de las vías. El rumor es que esa noche hubo distintas señales de miedo en los parroquianos y que de ahí en más el bar ya no fue lo mismo. La fecha se pierde, algunos dicen febrero, que hacía mucho calor; otros sostienen mayo, y que adentro “estaba lindo”.

Hay acuerdo acerca de que en un momento repasando una vidalita vieja -que supuestamente era en honor a Rosas-, intercaló un verso (acá la memoria colectiva tiene diferencias, versiones distintas, pero la que más se repite es esta): “depende como se cante el fandango/ capaz  toca la hora de dar tu paso”. Hay quien recuerda sentir escalofríos al escuchar eso; se afirma también que nadie se fue porque peor es que después te digan cobarde.

Todos coinciden, además, en que el hombre, de poncho sureño, luego de tocar subió al caballo y se perdió en la noche por donde vino. No encontré recuerdos de parroquianos saliendo a comprobar que el cantor se había ido. Un músico local le hizo una canción pero miente, porque dice que tocaba el piano y es sabido que en estos bares populares nunca asomó un instrumento de teclas más allá de las verduleras.

Junté esa data en el cuaderno y seguí investigando con la voluntad de retener todo aquello que pudiera relacionar a la búsqueda. En ese trance, en un asado escuché de boca de uno de los presentes una historia de caza de jabalíes en los campos atrás de Castelli. Al parecer quien la contaba y un compañero salieron a caballo a eso de las 23 en busca de los chanchos. Anduvieron dos horas y media y a medida que avanzaban hacia los cangrejales cercanos a la ría de Lavalle el frío se volvía más y más intenso. Los perros los dejaron a eso de la una de la mañana y ellos no aguantaron más allá de las dos. Supersticioso, dijo que el frío que sintió en ese punto y la niebla más el sonido sordo de los cangrejos no se lo va olvidar nunca más. Después comimos un cordero muy bien asado, con una chapa encima y brasas para que se haga de todos lados, y nos despedimos. Anoté también eso cuando llegué a casa.

Fui entrando en una paranoia que supuse propia de cualquier investigación. Todo lo que me rodeaba lo analizaba en virtud de aquel objetivo. No obstante, pude mantener cierta cordura para tamizar las pistas y los elementos. Sin embargo, algo ponía cada vez más cerca cuestiones que de alguna manera se relacionaban con lo que buscaba. No puedo asegurar, otra vez, si era algo de la voluntad ya no metódica sino paranoica o de una providencia que me ponía huellas y pistas en el camino, como diciéndome “vení por acá, vení”, como queriendo mostrarme algo. Las complejidades metafísicas no son prácticas para el desarrollo de una investigación, así que me limité a confiar en la intuición, avanzar un poco, falsear los datos y si más o menos me daban pie a seguir lo hacía, si no los descartaba. Con ese plan y método, con esa moral provisoria, pude tamizar algunos hechos más:

a) A fines de marzo me llegó un newsletter de Bandcamp, “hay música nueva para vos” decía.  Entré a curiosear y entre las bandas que figuraban había una de blues de Punta Indio. Escuché sus músicas y me interesaron, no es nada nuevo pero sí suenan auténticos, transmiten que hacen lo que les gusta. Uno de sus blues dice “oliendo la huella del diablo/llegué hasta acá” y un acorde dominante en el bajo contesta espeso a cada frase. Les escribí y pregunté por esa canción. Me contestó Fabián, justamente el bajista, me contó que refiere a un rumor, una historia lejana de su pueblo y me invitó a que me acerque hasta allá cuando quiera para sentir como vibran los vidrios y la atmósfera se pone rara con los acordes del bajo en la canción. 

b) Una mañana, sentado afuera, recordé que hace unos años viajé a pescar a la zona de la laguna de Monasterio, entre Chascomús y Castelli. Ahí, en las pocas casas que rodean a la estación, y buscando algo para desayunar, entré a un local que rescataba lo que fue un viejo almacén de campo. Lo atendía una mujer con quien conversé un largo rato. Los avatares de la relación social son otro misterio, es decir, hay gente con la que uno en un primer encuentro puede conversar horas y abrirse de plano, y hay gente con la que por más que compartas cuarenta años no intercambias más de cinco palabras genuinas.

Lo cierto es que era una ingeniera química retirada que ahora se dedicaba a la ufología. También contó que heredó esta propiedad de su bisabuelo quien la compró en los comienzos del siglo XX, con los dividendos jugosos que le dejaba su editorial criollista en los primeros años del siglo, como una casa quinta lejana para pasar vacaciones de campo y ella, soltera, se vino acá hace años antes de que se la ocupen. Me dijo también que encontró elementos químicos inusuales hacia el este para el lado de la laguna, especialmente emanaciones de azufre.

Al fin hice una pausa y luego de releer lo anotado decidí contratar la misma excursión de caza que aquel conocido, ir al punto exacto, llevar ahí mi cuerpo a ver qué pasaba. Le escribí, me cedió el teléfono y me deseó suerte. Acordé pronto con el hombre de Castelli, me esperaría en dos días en el pueblo y guardaría el auto en su casa. Tuve que insistir y pagar de más para que me deje ir solo, con dos perros. También le dije que no me vaya a buscar al menos por cuarenta y ocho horas, que no era necesario.

Salí por el fondo del pueblo a eso del mediodía. Ya el otoño estaba entrado y la luminosidad no regalaba nada. Crucé por un camino real unos ocho kilómetros, rodeado de tambos, algunos galpones de pollo y chancherías. Ya a los nueve mil metros ese paisaje cambia, el camino termina en una tranquera añeja, el pasto se vuelve más ancho, puntiagudo y el suelo más blando anuncia el inicio de los humedales. Entré y seguí andando por un campo de extensiones de otra época, como si tras esa tranquera el siglo XIX y sus estancias infinitas apareciera entremezclado en el presente. Tal vez la imaginación y las ganas de que pase algo, por una vez, no ordinario, no científico, me hicieron ver una tropilla de gauchos vestidos en su mayoría de rojo y a caballo que pasó a unas cinco cuadras sin mirarme siquiera.

Como sea avancé, y no sé cuántas horas anduve hasta que el sonido de los cangrejos y los chajás se hizo insoportable. La nariz abrió sus membranas con el olor ácido del azufre y hacia ese rastro indudable fui. Cada tanto una nutria salía de los pajonales emitiendo un ruido espeso y agudo, ahuecado, como el de aquel que tiene el interior comido. Cada otro tanto una perdiz volaba más queriendo asustar que asustada ella.   

A medida que cabalgaba lento las preguntas se multiplicaban: ¿qué es el infierno? ¿cómo será? ¿es una idea? ¿es real? ¿por qué acá en esta llanura pantanosa del fin del mundo? Entré en un pequeño éxtasis, una fiesta del pensar. Pero cuando me acercaba mucho al olor a azufre, cuando se ponía muy espeso, sentía que olvidaba todo lo imaginado: la forma física del infierno, su historia, su poder y simbología. Se volvía una pequeña huella, una serie muy borrosa de figuras, un concepto abstracto y frío y luego nada, solo la realidad que me rodeaba, viscosa, austera, el pasto, el pantano y los cangrejos. Cuando me alejaba sentía recuperar toda esa memoria y recordarlo todo: la forma infantil en la que imagino desde niño al infierno, con su rojo, su fuego, sus diablos, lo siniestro y también el mismo olvido que había vivido segundos antes. 

Hice el experimento de ver dónde es el punto preciso en el que sucedía ese cambio de percepción y conciencia. Marqué lugares, a, b, c, puntos intermedios, saqué algunos cálculos rudimentarios sobre medida. Pero lo cierto es que no encontré un lugar exacto donde se inicie el quiebre del conocimiento y la conciencia; hay un más o menos, una zona de transición. Ahí me senté y dejé que el caballo regresara solo.

Ahora presto más atención a lo que me pasa. La sensación es de mareo, una leve angustia por momentos, alegría suave por otro. Cada tanto alguna voz, susurros que vienen del este y sonidos apagados de motores desde el oeste. Reviso el celular por instinto y veo que las antenas de Lavalle u otro pueblo, no lo sé, le dan una débil señal cuando estiro el brazo. Escribo todo esto directo en una aplicación de mensajería, sentado en esos pastizales.

En un momento será el crepúsculo de nuevo y quiero saber qué va a pasar otra vez si logro avanzar. Tengo la esperanza de haber corregido el experimento, de recordar la forma del infierno si la llevo anotada en el celular y a partir de ahí poder ganar algo en la investigación, recordar qué es lo que estoy buscando, la puerta, el fierro, el azufre, el Mal. Subirá el frío fuerte. Los últimos sapos y grillos aturden y los cangrejos hacen su concierto apagado y desesperante. Las nubes se agrupan desde el sudeste y la tarde pampeana marca su presencia. Hay una danza confusa de sombras y cascos de caballo que se escuchan cerca. Ahí veo un hombre de bigotes; el viento tenue le mueve una divisa roja que lleva prendida en su poncho. Lo veo que desensilla y el último sol rebota en su cuchillo. No deja de mirarme pero tampoco le temo. No tengo ganas, en lo más mínimo, de volver a los pueblos de la provincia.

Bestiario de la Provincia de Buenos Aires, parte 1: Apología del Mar Argentino.

Imagen: ilustración de Benicio Nuñez para el Fausto de Estanislao Del Campo.

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